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Madres de cofrades

03.04.2007 - Escrito por: José M. Jiménez Migueles

A todas aquellas madres que sin darse cuenta nos hicieron tan cofrades.

Allí estaba. Semioculto en la sombra que, al paso de aquella sublime Dolorosa, me ofrecían las ennegrecidas rejas de un balcón que, aún hoy, me escudan de los que miran más allá de donde debieran. Sin imaginar que, al paso del tiempo, ese momento se iba a repetir a las plantas de un Calvario, ante los pies cautivos de una bella Esperanza o ante el Silencio impuesto a su paso por el Señor de las Multitudes, pensaba que nunca podría retroceder en el tiempo y volver a experimentar esa maravillosa gama de sentimientos que aquel día me hicieron cofrade.

Y es que resulta cruel gozar de un sufrimiento. Hacer de un llanto inmisericorde una algarabía propia de la mejor de las fiestas no es sino una condición reservada, con la mayor de las licencias, a un pueblo como éste, el andaluz, recatadamente exagerado, exageradamente indiscreto, sabedor de que en su triste realidad está guardado su mejor secreto. Allí, en aquel balcón, aprendí el valor de una lágrima. Y la importancia de una Madre.


Y lo aprendí no porque fuera ataviada con bordados dieciochescos, ni pensarlo. Ni tampoco por el brillo que, al rebotar en las paredes, inundaba de oro y plata una calle tan modesta como aquella en la que estaba enclavado este majestuoso balcón del pueblo. Ni tampoco porque su corona fuera la mejor de nuestra Semana Santa. No. Ni tan siquiera aprendí ese sentimiento porque Ella pasara frente a mi, sino más bien porque a mi lado sí que estaba mi madre mientras pasaba por alli, como todos los años, aquel maravilloso cortejo.

Fue ella quien me contó que aquella bella Dolorosa sufría tanto porque a su Hijo lo habían asesinado en la cruz. Y es que mientras me contaba el pasaje fundamental del Testamento Nuevo sentía en mi esa seguridad que sólo se tiene cuando estás junto a la que daría su vida por la tuya y fue entonces cuando, inconscientemente, comprendí que, además de ser cierta la leyenda de que cada niño tiene un ángel de la guarda, el llanto de aquella Dolorosa no podría ser más real, más cruel, más duro.

Ahí quedó la imagen. Sinceramente, no sé si pasó, si me la imaginé o si la soñé. En los tres casos es igual de bonita y de verdadera y, en los tres casos, su significado es el mismo: la pasión cofradiera infundada por unos padres quienes, no sin esfuerzo, llevaron a este niño pesado por todas las calles de nuestro pueblo a contemplar, maravillado, la grandeza de nuestra Semana Santa. Y es que disfrutar de cada levantá, de cada marcha, de cada momento cofrade se lo debo a ellos, que me llevaron a todos lados hasta que mi pequeña inquietud les obligó, seguro que con preocupación y sufrimiento, a soltarme por estas calles de Cabra, muchas descubiertas entre Sentencia y Paz, desde luego.

Con el tiempo, me di cuenta, me estoy dando cuenta, de todo lo que rodea a los estamentos cofrades. Grandes verdades, grandes mentiras, grandes ilusiones, grandes envidias. Grandes pasiones, grandes sentimientos, grandes, grandes y muy grandes amistades, casi todas las que me acompañan hoy día. Y es que al paso de María hasta me di cuenta de quien debía reinar en mi corazón, o mejor no reinar, sino conquistar, que las princesas no reinan. Aprendí además que aquel hombre Crucificado fue el único que tuvo agallas para chulearle al Estado y dejar escritas, para la posteridad, palabras que aún hoy son todo un ejemplo a seguir para cristianos y ateos, por supuesto.

Y todo empezó en aquel balcón. Aquellas rejas que aún se conservan intactas todavía hoy sirven de apoyo a toda una familia que lo usa para asomarse cada primavera ante las Penas de Nuestro Señor o ante los Dolores de Nuestra Madre. Al igual que el azahar renace con fuerza ante el olor del incienso o ante el sonido incesante de una palillera que, alegre, anuncia las Cofradías Egabrenses, cada Domingo de Ramos aflora la misma belleza a ese mágico balcón. Siempre, claro está, con un año más vivido, un año más vivido dentro de mi corazón.

Y es que me parece de justicia reconocer, desde este humilde rincón, la labor de unos padres que, aunque nunca pregonarán la Semana Santa, dejan que su hijo los haga por ellos cada vez que, al recordar sus orígenes cofrades, su primera imagen sea el ver pasar las procesiones junto a su madre en el balcón o el ir de la mano del padre mientras, a los sones de Alma de Dios, ve, con una alegría y entusiasmo que ya nunca podré tener, esa preciosa salida de la Pollinita.

Porque es que, además, son ellas las que han planchado nuestras túnicas. Son ellas las que, en el fondo de un armario, han encontrado de casualidad la ropa costalera de su hijo y con una suave caricia, han sonreído orgullosas del esfuerzo agradecido que cada Semana Santa demuestran bajo el paso de sus amores. Y son ellas las que nos preparan la comida de los cuartelillos la mayoría de las veces e incluso son ellas, reconozcámoslo, las que más de una vez han pagado nuestras cuotas. Ellas, ellas y ellas. Siempre ellas. Gracias. De corazón.

Artículo publicado en el número 46 de la revista La Opinión de Cabra


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