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El caso Juana Rivas: preguntas de un abogado

14.08.17 - Escrito por: Javier Vilaplana Ruiz

Para cada problema complejo hay una respuesta clara, simple y equivocada. Así reza una de las famosas sentencias del periodista estadounidense Henry Louis Mencken en lo que puede ser una versión literaria del conocido como "sesgo de sustitución", es decir, la pereza cognitiva que nos lleva a cambiarnos las complicadas preguntas que nos lanza la realidad por otras más sencillas, mucho más asequibles de responder, sobre todo si se acomodan a nuestras pasiones o prejuicios.

Algo así se aprecia en las opinologías viscerales y de trinchera que vienen desplegándose, con vocabulario casi bélico, en torno al conocido como CASO JUANA RIVAS.

Confieso que me resulta difícil aceptar que sea posible posicionarse respecto de una cuestión sin contar con una detallada y contratada información sobre la misma. Igualmente, no creo que, ante un caso como este ?en el que se mezclan complejas cuestiones jurídicas con posicionamientos políticos y personales (¿acaso no es lo mismo?) sobre la violencia de género, los feminismos o la desobediencia civil-, resulte sencillo tomar partido clara y rotundamente por una postura maximalista y ello a pesar del evidente riesgo de ser tildado de equidistante, de falto de compromiso o de cómplice por omisión de lo que defienden los otros.

Cualquier procedimiento judicial (todo conflicto, en definitiva) comprende multitud de matices y posibilidades, aderezadas con sus respectivas consecuencias y externalidades que son de difícil manejo, más a más cuando están en juego el futuro de unos niños o la libertad de una persona. Las decisiones nunca son neutras, tienen consecuencias reales. No estamos ante un caso de laboratorio propio de las facultades de Derecho. Aquí, como diría el poeta, la vida va en serio.

Así las cosas, creo que por los antecedentes judiciales habidos -una sentencia firme por maltrato, con pena ya cumplida y sin efecto alguno respecto de la patria potestad o el régimen de visitas en relación con los menores; una orden, también firme, de entrega de los menores al padre, vía Convenio de 25 de octubre de 1980 sobre los Aspectos Civiles de la Sustracción Internacional de Menores de 1980; y varias denuncias interpuestas en España por Juana por maltrato-, el eco mediático -tan propio del verano- así como por el calado y respuesta social habida - #juanaestaenmicasa vs. feminazis - podríamos convenir que estamos ante algo así como un "caso difícil" es decir, y siguiendo a Ronald Dworkin, un litigio que, en principio, no puede subsumirse claramente en una norma legal establecida, lo que obliga al juez a buscar y encontrar un principio jurídico en donde amparar su decisión.

En resumen, no es equidistancia ni complicidad, sino que la solución al CASO JUANA RIVAS, aun partiendo del supuesto de que la madre llevara consigo la razón moral, no se antoja ni mucho menos sencilla o automática. Además, como se verá en estas líneas, una cosa es reflexionar a la luz de las reglas generales, de la pura teoría, y otra bien distinta tener que remangarse y lidiar con la menos prosaica y más terca realidad de las cosas.

Por el contrario, lo que sí que resulta fácil es sumarse a abanderar una causa (o su contraria), instrumentalizándose a Juana o a su ex pareja por quienes no tienen más que adscribirse a un eslogan que ni se compadece con la verdad -la de las partes en litigio y la de sus hijos- ni tampoco les reportará consecuencias legales de tipo alguno. Recuerden, la vida (de los otros) va en serio.

Con este escenario como fondo de pantalla se deben hacer verdaderos esfuerzos de mesura y análisis para no caer en la inevitable tentación de confundir realidad con deseo, ideología con razón jurídica, teoría general con el caso particular.

Por esos mismos motivos, aunque invocar, como se ha hecho, el instituto de la desobediencia civil -eso sí, que la practique otra persona- tenga un innegable halo de romanticismo ético y de lucha por la verdadera Justicia, la desobediencia, por sí misma, no va a ser de gran ayuda para Juana y sus hijos.

En su libro "Justicia como Equidad" John Rawls define la desobediencia civil como un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la Ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio legislativo (o en los programas de gobierno) y con la aceptación de las consecuencias legales. Es decir que la desobediente, una heroína, no se librará de cumplir con el rigor de la Ley -o la decisión judicial- a la que pretende, legítimamente, plantar cara.

Sobre este punto, se ha llegado a insinuar que Juana bien podría ser nuestra Rosa Parks (o eso nos gustaría), pero la activista afroamericana sólo pasó una noche en el calabozo y pagó una multa de 14 dólares por desórdenes mientras que Juana Rivas se podría enfrentar a penas de prisión y, lo que es peor, de inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad. Además, Parks se opuso a una ley, la de segregación racial, manifiestamente inconstitucional (tal y como así se declaró por el Tribunal Supremo Norteamericano) aquí, en el caso de Juana, están en liza principios como la presunción de inocencia (artículo 24 de la Constitución Española, C.E.), la finalidad reeducativa de las penas (artículo 25 de la C.E.) o el principio de Seguridad Jurídica y de legalidad penal (artículos 9 y 25.1 de la C.E.). Por eso, como si de una partida de ajedrez se tratara, abocar a Juana a arropar su caso bajo la bandera de la desobediencia civil es tanto como sacrificar a la reina sin tener pensado aún el siguiente movimiento.

No propongo, sin embargo y como se verá más adelante, que haya que quedarse de brazos cruzados, pero no es fácil armonizar la lucha política con la singular situación vital y procesal de Juana Rivas, su ex pareja y sus hijos. En la pura teoría la lucha de Juana puede resultar heroica y hermosa, pero cuando acabe, al día siguiente, los menores, el padre y ella misma tendrán que seguir conviviendo con las consecuencias jurídicas y prácticas de sus actos. Consecuencias que serán fruto de las normas vigentes y de las resoluciones judiciales ya dictadas, lo que al momento presente pasa, no se olvide, por la inmediata entrega de los menores a su padre acordada tras la oportuna valoración pericial y judicial (en primera instancia y en apelación) llevada a cabo a la luz de la Ley y los principios constitucionales que se han citado y que, como también se ha dicho, son un logro amparado por nuestro ordenamiento jurídico. Eso al menos en teoría, pues cuando nos desagrada su concreta aplicación nos cuesta más seguir siendo defensores acérrimos de tales ficciones legales, otrora innegociables.

Además de lo dicho, el ruido y la furia mediática también complican la tarea de no caer en un facilón doble diálogo o doble rasero que no nos permitiríamos en otras circunstancias. Apuesto a que, sin Juana de por medio, no atacaríamos al Estado de Derecho y sus Leyes -iguales para toda la ciudadanía-, no despreciaríamos la referida presunción de inocencia -recuérdese que la denuncia no es fuente sino objeto de prueba, es decir, algo que debe probarse ante un tribunal- y no negociaríamos con la citada finalidad reeducativa y de reinserción social que la Constitución Española establece para las penas -algo que tiene mucho que ver con aquel "odia el delito y compadece (no justifica) al delincuente" atribuido a Concepción Arenal-.

Nos puede doler sinceramente la situación de una persona, podemos incluso empatizar con su miedo (objetivamente fundado o puramente subjetivo, temer es humano) a ver peligrar la vida de sus hijos, pero a priori parecería que despreciar el armazón jurídico que ha costado tanto esfuerzo construir y garantizar ?al menos en teoría- es un ejercicio temerario porque se puede volver en contra.

De cualquier modo, volviendo a Juana, su dramática situación (y la de sus hijos) no se soluciona con brindis al sol de políticos y políticas bienqueda, ni con campañas de apoyo en las redes sociales. Su concreta situación, guste más o menos, se habrá de dilucidar, para bien o para mal, ante los tribunales de Justicia y eso, de algún modo, creo que nos debe tranquilizar, pues el arriesgado envite de sentar como regla dinamitar el Estado de Derecho en cada caso singular (aún si fuera por una noble causa) produciría un peligroso precedente de imprevisibles, pero presumiblemente distópicas, consecuencias. Por eso mismo, en el fondo, nadie debiera querer que este caso pudiera poner en entredicho el Imperio de la Ley.

Ratificando todo lo dicho hasta ahora -que se mueve en el plano de la mera teoría general-, el vicio de la profesión a la que me dedico y la referida contradicción humana a la que me debo, me lleva a desoírlo parcialmente y concluir que, al menos desde el punto de vista del puro pragmatismo aplicado al supuesto concreto de Juana, pareciera que, en su defensa, la única salida que queda ya pasaría por hacer de su caso una causa, desplegando una estrategia de ruptura (Jacques Vergès, "La estrategia judicial en los procesos políticos") es decir, un planteamiento táctico por el que se transforma la estructura del proceso, y en el que los hechos pasan a un segundo plano, adquiriendo el principal protagonismo la impugnación total del orden público. Se trata de defenderse en un campo minado, y para ello no se duda en hacer referencia a otras leyes -no las vigentes y aplicables al caso-, y a otra moral. Se niega la legitimidad de las normas, de los llamados a aplicarlas, de jueces, de fiscales. Así se consigue poner a la sociedad toda en contradicción con sus propios principios legales y éticos. Se sale del angosto marco del Derecho, se subvierte la Ley.

Vergès, el abogado del terror, pero también otros tantos compañeros y compañeras de profesión, no habrían tenido más opción, en defensa de su cliente, que hacer aquello que no se enseña en las Facultades de Derecho: aplicar la Ley más allá de su propia razón literal, utilizar el Derecho, saliéndose de él. Recurrir cada resolución judicial hasta la extenuación de los propios magistrados. Poner en jaque a la sociedad, teatralizar el conflicto, facilitar un relato de ganadores y perdedores, de buenos y malos. El derecho es dúctil, permite incluso que con él se forjen dagas que luego sirvan para acuchillarlo. Y no hay que alarmarse por ello. Ocurre a menudo en los tribunales.

El rigor y la lógica legal, la arquitectura jurídica tiene pies de barro cuando el pellejo está de por medio. La vida va en serio y en ella juegan a encontrarse la realidad y el deseo, un par de ciegos que juegan a hacerse daño.



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