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La ley de la calle
10.02.14 - Escrito por: Araceli Granados Sancho
El despropósito tiene tantas formas que puede llegar a sorprenderte. Yo no soy jurista, pero sí soy ciudadano, y, como ciudadano, los contactos con la ley (esa que tiene que ampararnos a los ciudadanos justos) no han sido muy satisfactorios.
Ya saben los que me leen, que me gusta mucho contar casos reales para ilustrar lo que quiero decir, y es que como Aristóteles, vayamos a lo concreto para elaborar la norma general.
Pues bien, a lo concreto vamos. Estamos paseando tres personas por la calle y los tres somos profesores. Resultó que, siendo día de diario, eran las once de la noche aproximadamente y poco público circulaba en aquel momento por las calles; y, estando absortos en la conversación, se empiezan a oir insultos. Al no haber respuesta, son proferidos en tono de voz cada vez más elevado. Y yo, que no había vivido cosa igual nunca, pregunto a mis acompañantes que si las bendiciones que estamos recibiendo están dirigidas hacia nosotros. Habiendo sido maltratados de esta forma cruel en otras ocasiones, mis celosos amigos me dicen que sí y que no haga caso.
Todo el mundo conoce que estas cosas suceden. Yo, en mi corta experiencia profesional, he tenido el gusto de encontrarme con dos o tres tiparracos de este tipo, que decían que mi madre ganaba el sustento en el oficio digno de las calles. Esto de ser insultado, humillado y pisoteado va con esta profesión de maestro, de profesor, que, si no fuera por la vacuidad de las normas que nos rigen, sería la más bondadosa que existe para los que nos dedicamos vocacionalmente a ello.
Parece ser que si el agraviado se pasa mañana por la comisaría y denuncia al chico, como posiblemente no tendrá antecedentes penales y es menor (palabra bajo la que se inaugura un lecho de derechos tan ingente que incluye el derecho a insultar a quien le plazca, incluso a una figura de autoridad como es un profesor), aunque el proceso judicial empezará su curso legal el resultado sería presumiblemente nada o casi nada. Por lo menos la sanción no conllevaría ninguna molestia importante para el menor, agresor.
Y escribo esto porque la anécdota no ha pasado en un barrio suburbial de una ciudad, o en un ambiente tan desestructurado en el que estos chavales no hayan tenido oportunidad de ver la norma moral o de aprender de alguien que quisiera enseñársela. No, esto pasa en un pueblo muy similar a Cabra. Los chavales a los que me refiero son hijos de clases medias en economía, porque en educación ya no puede usted ver nada más bajo. Y resulta que, un día, estos adolescentes descubrieron que esto estaba permitido porque cuando lo hacían no les pasaba nada malo. Y como resultas lo hacen.
Si es que si democráticamente no existe otra solución que cambiar las leyes para subsanar las injusticias, más nos vale cambiarlas, porque es triste que uno piense en algún momento en solucionar sus sufrimientos con una norma propia y unilateral. A veces Hobbes y aquel estado de naturaleza, no está lejos de los pensamientos del ciudadano honrado.
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