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ILUSTRACIÓN
22.03.10 - Escrito por: Ángeles García-Fresneda
Desde la Antigüedad, el viajero instruido ha beneficiado a la Civilización: su impronta llega hasta el ilustrado del siglo XVIII, explorador que todo lo anota en su cuaderno y bajo los bucles de su peluca empolvada, y algo de él queda todavía en el romántico que proyecta sus ensoñaciones sobre la geología y la ruina; sin embargo, el turista del siglo XX que huye, no ya de un ambiente que maldice como les ocurría a los estetas del XIX, sino del vértigo de su propio cráneo, es el peor de todos porque en su paroxismo consume, contamina y lo destroza todo, no se entera de nada ni ha dejado obra de viaje que merezca la pena. Por eso, yo no viajo casi nunca. Prefiero transitar a través de los libros y últimamente de los monigote´s maps de Google, claro. Habrá quien esté pensando ¡va a ser igual! Pues yo le aseguro que es, incluso, mejor. Le sugiero que el dinero del viaje lo emplee en libros de Teófilo Gautier, de Emilia Pardo Bazán o del padre Feijoo y en un sillón anatómico de los más caros.
A los pocos sitios donde he hecho el sacrificio de viajar ha sido por complacer a amigos que eran lumbreras del arte o la historia de la ciudad o de la botánica del paraje agreste en cuestión: así -al tiempo que daba pie a la conversación profunda y estrechamiento de lazos afectivos-, podía pasar unos días en hoteles-palacio, balnearios y sitios así, al tiempo que daba un descanso a mis ojos gastados de tanto leer.
No obstante, la semana pasada viajé de Granada a Cabra de Córdoba para llevar al Instituto-Fundación Aguilar y Eslava la exposición <> que, como saben los lectores de este periódico, pertenece a nuestro IES Antigua Sexi. Es lo que tiene de bueno no haber realizado muchos kilómetros en horizontal: que –inevitablemente, dada la curiosidad innata del ser humano- viajas en vertical, con el consiguiente ahorro de gasolina. Por eso, no tengo espacio para describirles la riqueza de mis sensaciones ante la hermosura de los campos a ambos lados de las autovías: la eclosión de los sembrados y los huevos de cientos de especies que llevaban cuarenta años esperando que lloviera, los olivares y el agua: fuentes, lagunillas y arroyos por todos lados…Y, sobre todo, la belleza de los nombres: Medina Lawsa, Medina Archiduna, Medina Antaquira, a las que no me atreví a entrar por si no queda nada de cuando pasé por allí en época de los nazaritas para admirar el esplendor de sus ruinas romanas.
Lucena significaba –irónicamente- para los judíos “Dios nos salve”. Aquí tampoco entré, abrumada por el peso de su historia. Y Cabra me pareció una ciudad serena y clara, neoclásica, quizá influida mi apreciación por la joya que es su Instituto -vieja fundación del siglo XVII- uno de los cincuenta y tantos que se conservan en España de aquellos centros de Segunda Enseñanza del S. XIX, herederos ideológicos del siglo de las Luces, con su biblioteca y su museo de historia natural, donde los viejos profesores afrancesados enseñarían el amor por la experimentación sobre el esqueleto del conserje que se donó en vida, la observación científica rigurosa y documentada…la lucha contra la superstición que, por desgracia para España, ganó la batalla y ahí continúa: el barroco tremebundo de las parroquias empezaba ya, la semana pasada, a tomar las calles.
Qué se le va a hacer, de algo tendrán que vivir las criaturas.
Gracias al Aguilar y Eslava por dejarnos exponer en su Patio de Cristales, y a Inés del Çid, por su ayuda en el recuento de paneles: sigue jugando con tu perrito Tales de Mileto y no olvides la numeración romana, cuando uno tiene siete años todo puede ocurrir.
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