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Que hasta el alma me hiere
11.03.10 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
En las profundidades del Río América, así lo llamaban en el populacho verbenero de los días ocultos en la ciudad, allí, yacía una poesía inacabada que rompía labios de amores mientras inundaba ojos de pasiones olvidadas y caricias enrarecidas. El blanco parecido de sus mejillas, se enroscaba con el viento bajo el mar de un río que había visto pasar ante si a civilizaciones enteras. Se perdía y no se encontraba, cuando se encontraba volaba igual que la memoria de un pez, un pez quiso ser para nadar al infinito, un infinito sobrecogedor que hacía naufragar corazones de espera y mar, mar de llantos silenciosos y perseverantes en espacios y arrugas de viejo marinero, marinero de cantinelas vagabundas que surcaban los océanos que nos daba el dolor.
El puente sólo me servía de escritorio improvisado para redactar el verso descuidado que Rose Stephen dejó en la orilla de la vida para que la sal y las olas se llevaran el tesoro que buscó para perderse con él. Había desaparecido hace más de un año y sólo el espejismo del alma de su madre, Whitney Jefferson, mantenía en pie el recuerdo de una rosa que no se marchitaba en su viaje a la luz del mar del que nunca se vuelve. Aquella chica transmitía la sensibilidad del abrazo del sol cada mañana. Su sonrisa convertía los días en horas y las horas en ventanas de paz y libertad mientras miraba al horizonte. Mientras contemplaba al sol sumergirse en el oscuro mundo en el que habita mientras la luna exclama luz blanca de blancos sueños. Entendí porque cada lunes de cada semana, una rosa blanca flotaba en las aguas rebeldes y justicieras del Río América. La Sra. Jefferson la dejaba caer al mismo tiempo que con ella se iban los aires que dejan los besos cuando una madre acaricia a su hija en plena noche de llanto y angustia.
La policía de la ciudad, con el comisario Fox al frente, no lograba entender porque los asesinos jugaban a la ruleta rusa en cada escenario para agradecer a la muerte que le diera un día más de vida. Las lágrimas inundaban la Ciudad de la Plata en multitudinarias muestras de corazones latiendo al mismo ritmo ensordecedor que hacía por momentos estallar el tímpano de los cómplices moribundos que no dejaban a su lengua escurrirse por las corrientes de la verdad. No teníamos tiempo de investigar en profundidad este asunto, sólo la profundidad del río nos daba pie a comprender porque la belleza quiso un día ser secuestrada en la aguas del América. Pasaban tan rápido los días que hasta los amaneceres parecían noches en vela. La familia de Rose no concluía sus pretensiones de encontrar su cuerpo como el de una bella durmiente a la espera del beso de aquel príncipe que convirtió sus sueños en un abismo oscuro y penetrante. Las crónicas en la redacción eran constantes de apoyo a la investigación, pero todo resultaba inútil. Rose había decidido abrazarse al mar de la ausencia para convertirse en la reina de las profundidades dónde reside la belleza.
Un último cigarrillo antes de irnos a dormir, fue la despedida que tuve conmigo mismo antes de reflexionar sobre el destino y el rumbo de vidas invertidas. Rose Stephen llegó al mar por el río sin querer hacerlo porque el agua le daba angustia. Nadie lo vio o no quiso verlo, ella se hizo agua y el agua la hizo suya. La rosa que naufragaba en los pensamientos de su familia sólo era tinta de crónicas sin fin. Rose, había volado alto en el reino de los ángeles sin alas.
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