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Dándole vueltas a la plaza
04.02.10 ENTRE LÍNEAS - Escrito por: Antonio Ramón Jiménez Montes
Advertía Valera, en una de sus cartas a Gumersindo Laverde, fechada el 12 de octubre de 1873 que si los directores o lectores de la Revista de España se hartaban de sus metafisiqueos, dejaría de publicar, pero no de escribir. Confieso que, mutatis mutandi, eso me pasa últimamente, más no por eso deja uno de anotar a mano o a máquina, las reflexiones que se le vienen a la cabeza, que quizá podrían parecer, publicadas, más impertinentes de la cortesía que nuestro vecindario merece.
A menudo los textos que nos encontramos nos dan ocasión para, cuando menos, ver qué piensan sus autores sobre determinadas cuestiones. Hasta donde la lectura alcanza a comprender, en no pocas ocasiones, quizá muchas, algunos de ellos ni siquiera merecen una nueva relectura porque de la primera ojeada, se desprende su tufo, tufillo o tufazo y el poco interés, más allá del simple pasatiempo que, siendo ya mucho, nos suscitan.
Eso es lo bueno de la libertad de expresión y obviamente de la de interpretación que, en el oficio de lector, cada uno pueda extraer del contenido del texto en cuestión, por más cerca o lejos que pueda estar de lo que pretendía el autor. No todos, por muchos que parezcan, pueden compartir nuestras opiniones; la coincidencia a buen seguro que nunca o casi nunca se da, pues creo que siempre hay matices que cada uno incorpora. Otras veces nos parece que sus contenidos son consecuencia de algún texto anterior sin que, a decir verdad, respondan a nada o al menos, nada o poco dejen claro de lo que parecía que querían decir. Digamos que en este circunloquio estoy, como dándole vueltas a la plaza y más o menos, nada pretendo sino entretener mi ánima y acaso la de quiénes, muchos o pocos, según se vea, se acerquen a estas líneas.
Cada cual opina lo que quiere, pero no puede pretender que lo que diga sea la verdad, única e indiscutible, por muchas luces que le ilustren; ni tampoco intentar tener siempre la última palabra que, por razones meramente fisiológicas, sólo llega cuando el cuerpo se convierte en materia inerte. Quién opina se expone a que sus opiniones sean comentadas, criticadas, discutidas, compartidas o sencillamente obviadas, lo que, como intentaba metafisiquear, se desprende del libre oficio de escribir o de leer, en una sociedad que pretende ser democrática, aunque no siempre nos parezca que lo sea.
Siempre, o casi siempre, por no decir muchas veces, aunque no todas, hay quién parece sentirse al margen de aquello que, sorprendentemente más estimamos y no es extraño ver cómo se aplican a la crítica de sus más cercanas circunstancias, afirmando incluso querer preferir lejanas tierras, llenas de soledades, campos amarillos, polvorientos pedregales o decrépitas ciudades.
Más, lejos de una extravagante inercia, que parece heredada etimológicamente del mismísimo Barroco del que muchos, quizá no todos, nos sintamos deudos; hay en el fondo el dolor, lamento o clamor de alguien que, sin más, puede que no se sienta a gusto con nada, o casi nada y que pretenda, sin conseguirlo, persuadir a los demás que hagan lo que les apetezca y por el contrario, sigan sus pasos cual niños que van tras el flautista de Hamelín. No todos, pero seguro que sí muchos, no están de acuerdo, pero eso les dará igual. Es lo que me pasa con lo que parece que dicen cuando escriben.
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