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Para cuándo la Revolución

24.01.10 SUSPENDO EL JUICIO - Escrito por: Eustasio Moreno Rueda

En 1844 Marx no creía posible que el Estado pudiera apadrinar la revolución del proletariado. El Estado sólo podría reconocer imperfecciones formales pero nunca que él mismo, como elemento articulador de lo social, era la médula de todos los males. Admitir esto no dejaba otra salida que la autodisolución y lógicamente no estaba en la agenda de los Estados el suicidio. Tampoco Marx podía vislumbrar por entonces la posibilidad de lo que hoy llamamos “Estado social” porque lo que encontraba a su alrededor era el Estado Prusiano, la administración de Guizot en Francia, el despotismo zarista y lo que Engels le había contado sobre las actuaciones estatales contra los obreros en el Reino Unido.


Viene al caso la cita “histórica” porque también nosotros necesitamos una revolución y no vemos quién pueda hacerla. También a nosotros nos parece improbable, por no decir imposible, que el sistema capitalista y los Estados se abran en canal para dar paso a modelos productivos sostenibles. El fracaso de Copenhage ha vuelto a evidenciar que ni el uno ni los otros pueden ser sujetos de la revolución verde. El primero porque es una cápsula hermética a los intereses medioambientales, éticos, sociales o de cualquier otra índole que discutan su credo basado en el beneficio monetario. Los segundos porque se han convertido en plañideras incapaces de realizar cambios profundos en un modelo productivo que entre otras lindezas tiene como práctica habitual la creación de burbujas económicas, la deslocalización de empresas que va dejando un reguero de parados o la utilización de países pobres como vertederos de residuos –llamarlo dumping ecológico me parece un eufemismo-.

El capitalismo ha hecho feliz a la parte irreflexiva de la humanidad. En la otra ha provocado cierta inquietud que se desliza desde una complacencia de regusto agridulce hasta el enérgico rechazo de aquellos que desconfían de una perspectiva que en medio de una pradera de violetas se pregunta si debajo habrá petróleo y delante de una persona obesa sólo se interesa por saber si ocupa una o dos plazas de avión. Es esta parte inconformista de la sociedad la que está dispuesta a establecer una cabeza de puente a favor del ecologismo. Pero ¿con qué medios cuenta para ello? En el liberalismo político la razón un ciudadano-un voto permite la elección de los gobernantes, sin embargo, cada día es más palmario que la esperanza depositada en el papel regularizador de los Estados es hoy una vía muerta y que hemos de buscar otra.

¿Puede el ciudadano influir directamente sobre el sistema económico? Aquí la razón pertinente no es un ciudadano-un voto sino una unidad monetaria-un voto y puesto que el capital está en manos del poder privado (multinacionales y entidades financieras) el ciudadano poco puede hacer para variar los engranajes del interés capitalista. Todavía queda otra manera de interpretar la razón una unidad monetaria-un voto. En un mercado de competencia perfecta como el que se presume que tenemos y hacia el que –también se presume- cada día iremos avanzando más a golpe de neoliberalismo y globalización, la ciudadanía tiene un inmenso poder para decidir un cambio de rumbo mediante la compra de productos “verdes” que tengan tras de sí procesos productivos respetuosos con el medio ambiente. La demanda masiva de estos productos se convertiría en un refuerzo negativo para productores negligentes con la causa medioambiental. Esta posibilidad, que en la teoría está perfectamente contemplada, no es viable en la práctica porque la misma noción de mercado de competencia perfecta es una abstracción teórica. En la realidad hay un conjunto de marcas, algunas de las cuales rozan el monopolio, que emplean su poder para publicitarse más que otras. Algunas de ellas ni siquiera tienen la posibilidad de aparecer en el escaparate. Este hecho establece el primer límite a nuestra pretendida libertad para elegir cualquier producto. En segundo lugar no todos los productos informan sobre sus métodos productivos y, aunque hay muchos que lo hacen, con frecuencia los certificados y las etiquetas de excelencia medioambiental no son más que ganchos publicitarios -cuando no tapaderas-, conseguidos a golpe de talonario, que no están respaldados por verdaderas prácticas de gestión ambiental. Por último, no sólo elegimos los productos buscando una escasa huella medioambiental tras de ellos. Hay otros muchos factores a considerar que en la práctica tienen mayor peso a la hora de decantar la compra, como la marca, la calidad del producto o el precio. Así, la manija de cambio que pudiera constituir una sociedad volcada con los productos verdes queda diluida entre las imperfecciones del mercado y las diversas motivaciones implicadas en la elección de los productos.

Seguimos preguntándonos quién hace la revolución. Quizás algún lector esté pensando que la pregunta es absurda porque la revolución verde ya está en marcha. Es posible que tenga razón. Las revoluciones del presente ya no las hacen los golpes de guillotina ni las bayonetas de la turba echada a las calles. Las revoluciones del siglo XXI son y serán similares a la revolución que la mujer ha protagonizado en la segunda mitad del siglo XX. Serán revoluciones silenciosas, casi imperceptibles y de tempo lento, como una sutil lluvia de ideas y palabras que se va inyectando en la sociedad a través de instancias como la prensa, el cine o la literatura y que paralelamente va cambiando los códigos legales como las actitudes y comportamientos de la ciudadanía. No hay duda de que la revolución verde está siguiendo estos pasos pero la pregunta pertinente es ahora ¿hay tiempo para una revolución tan parsimoniosa cuando en el mejor de los casos la comunidad científica no da un margen más allá de décadas para que ocurra una hecatombe medioambiental? ¿Podemos permitirnos el fracaso de la Cumbre de Copenhage? ¿Qué tiene que ocurrir para que la fina lluvia de palabras se convierta en una tormenta que sature todas las instancias críticas exigiendo cambios drásticos? Nuestras tragaderas para con las agresiones al medio ambiente parecen no tener fondo. Comulgamos con el hecho de que la atmósfera se haya convertido en un matraz en el que se juega al cheminova, poco nos importa que los ríos sean una sopa hedionda de vertidos y muy pronto nos haremos a la idea de que el Polo Norte tiene los días contados. Que la temperatura suba unos pocos grados y desquicie todos los equilibrios planetarios nos importa tres cominos y si los osos polares se han vuelto caníbales porque las plataformas heladas que les sirven para cazar focas se están derritiendo, que les den por ahí.

El panorama es desolador. Tan inverosímil me parece que seamos capaces de realizar un cambio drástico de nuestros modelos de producción y consumo como que haya tiempo suficiente para una cómoda revolución silenciosa.

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