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Secuestradoras de faldas con botones
20.01.10 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Ardía la luna en pasión mientras la miel de un bostezo se dejaba caer por mi entrepierna para luego ascender en escalada estrepitosa hacia arriba con el único fin de sudar los recuerdos y las ansias. Cuando nadie prolongaba su excitación más allá de un gemido a media tarde sin cafeína y con poco edulcorante, ellas aprovechaban su verso crucificado para endulzar los entresijos de la poesía y el dolor del amante perdido. Eran cinco mujeres afanadas en sabotear hasta el último gramo de dignidad de hombres ricos, pobres, desagraciados, enfermos, afortunados, desafortunados, absurdos, irrealistas, hetero, gays, periodistas, investigadores y todo aquel elemento del sexo masculino que aullara ante la puerta de su elegante y sugestiva casa.
Yo necesitaba probar aquella sensación, deshacerme de todo lo que me acorralaba y soñar por momentos con el placer y la sangre, con el sudor y el aliento, con el alcohol y la pasividad, con la humildad y la humillación, en conclusión, conmigo mismo a solas ante la fama de estas seductoras mujeres adultas que esquiaban en lágrimas de mares sin sal. Llegué como un anónimo pero sabían de mi identidad, obras y trayectoria, investigaciones decoradas e indecorosas, sabían de mí. El primer interrogatorio fue demoledor, la presión psicológica era aplastante, la excitación convertía el viento en agua y el nerviosismo asistía a una sesión de teatro sin tramoya. Yo no era víctima elegida, era víctima voluntaria, con lo cual serían más benevolentes y su odio hacía lo exterior, lo foráneo, se haría más dulce y enternecedor. Después de un día y una noche sin tregua, salí de aquella casa a extramuros de la ciudad, íntegro, renovado, angustiado por lo que había visto y vivido, pero limpio hasta la última gota de sangre. La experiencia sirvió para relatar a media luz y en pocas hojas, como una organización casi secreta utilizaba su poder mental para relanzar o hundir en el fango de la ciudad a tipos reputados y anónimos. Sus víctimas, según pude analizar tras la grabación con cámara oculta, no tenían para ellas una identidad, ni necesariamente tenían que ser conocidos. Todos los elegidos tenían algo en común, eran hombres. Algunos sufrían tal presión psicológica que su vuelta al mundo exterior les hacía huir en silencio para que el ruido les sirviera de compañía. Otros bañaban su soledad en una copa de whisky viejo y no contaban a nadie lo que habían vivido. Pero todos aparecían purificados, pero con unos efectos colaterales extremos. No tenían piedad, no soportaban al sexo masculino, eran enraizadamente ricas y ninguna de las cinco tenía nada que ver con ellas mismas. Sólo perseguían hacer pagar y muy caro a los que no valoraban su condición o la utilizaban para demonizar o criminalizar a mujeres u hombres. Las chicas del miedo, así las conocían en los bajos fondos de la ciudad. Muchos se cuidaban de sus actitudes ante la respuesta demoledora que ofrecían estas mujeres que nunca fueron ni denunciadas ni buscadas, ni perseguidas por la policía. La experiencia no tuvo precedentes, aquello que parecía una leyenda negra, se hizo realidad tempestuosa en mi cuerpo y en mi mente. Muchos las sufrieron, otros las vivimos, muchos las lloraron, otros las sentimos, muchos se aterrorizaron al montar a un coche con los ojos tapados, otros nos brindamos a subir. No se lo cuentes a nadie me dijeron al partir y un susurro me atravesó los labios.
Las secuestradoras de faldas con botones convertían la vida en un reality show, en un abismo azul, en un huracán de la moral.
Días más tarde, apareció un espantapájaros colgado de una soga en la antigua plaza de la Libertad, no había descanso, eran tiempos de guerra.
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