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Cara y Cruz de la electrónica

17.12.09 SUSPENDO EL JUICIO - Escrito por: Eustasio Moreno Rueda

Llegan a los colegios las pizarras electrónicas. La tradicional superficie opaca se convertirá en un ventanal a las autovías de información de la red. Debe ser estupendo enseñar con el nuevo ingenio los movimientos de nuestro planeta, la mitosis y el ciclo del agua. Qué decir si el tema es Beethoven. En un guiño la “Novena” arrobará los tímpanos de los pupilos y en la pantalla aparecerá un menú de biografías en las que degustar la truculenta vida del “divino sordo”. He de confesarlo, soy un hincha de la electrónica. Sigo con entusiasmo sus progresos, me asalta cierta inquietud el día que no puedo visitar mi ordenador y asisto estupefacto a la evolución vertiginosa del móvil-ladrillo-arma defensiva al móvil-fina lámina táctil a defender (de los golpes y de los amigos de lo ajeno).

La electrónica sin embargo tiene, como el doctor Jekyll, un Mr. Hyde de rostro menos luminoso. Julián Marías expresó esta ambivalencia con el título “Cara y cruz de la electrónica”, un breve libro que se puede leer de una sola tacada intelectual y que muy pronto cumplirá tres décadas sin que el paso del tiempo haya desmentido ninguno de sus pronósticos. Marías se hace cargo de las ventajas y riesgos de esta nueva tecnología que está modificando profundamente nuestra forma de relacionarnos con la realidad. Y es que la electrónica, instalada en todos los intersticios de nuestra vida cotidiana, es una nueva Circe embaucadora que, lejos aún de convertirnos en animales como a los compañeros de Odiseo, amenaza con automatizar y simplificar nuestra forma de pensar y de vivir, lo que es otra forma de animalidad.

Aunque hay razones de espacio para no considerar aquí todos los riesgos que apuntó Marías no quiero dejar de considerar uno que hunde sus raíces en todos los ámbitos: que el uso de la electrónica comporta, si no se tienen en cuenta las debidas prevenciones, una renuncia a la razón. Es una realidad patente que el pensamiento está en franca regresión. En el usuario va calando la idea de que el manejo de programas informáticos que ya “piensan” por nosotros, así como la posibilidad de acceder al ingente volumen de información que brinda internet, es ya conocimiento. Nada más lejos de la realidad. Como bien reza Marías, la razón es “la aprehensión de la realidad en su conexión”. De este uso de la razón brota el conocimiento que es empeño en relacionar los datos atomizados, cedazo con el que poder tamizar las toneladas de información a la que estamos expuestos diariamente. Son ya legión los profesores que ordenan a sus alumnos manuscribir los trabajos para obligarlos a pensar, evitando así el cómodo “copia-pega” informático que les permitía pasar de puntillas por los temas abordados.

Aún considerando los logros de la electrónica podemos encontrar inquietantes efectos contraproducentes. Así, la electrónica nos ha brindado un fabuloso mundo de instantaneidad. La telefonía, internet y los medios de comunicación han permitido franquear las limitaciones del espacio que imponían el peaje de la espera. Esta aceleración de la vida humana ha traído empero una suerte de adición a la novedad. Estudios psicológicos han mostrado que de forma natural somos incapaces de soportar la ausencia prolongada de estímulos. Pero ese “natural” quizás sea más “cultural” de lo que se sospecha. Es posible que el tiempo que somos capaces de soportar la ausencia de excitaciones sin caer en la desesperación sea inverso a la cantidad de información a la que estamos sometidos diariamente. En cualquier caso huimos como de la peste de la rutina y del hábito -tan necesarios para alcanzar cualquier meta que nos propongamos- y, aunque no seamos muy conscientes de ello, aspiramos a estar siempre en la cresta de la ola, a un chisporroteo constante de estremecimientos y sobresaltos que cuando llega nos hace añorar la paz y la tranquilidad que debieron disfrutar nuestros abuelos. El ansia de novedad conduce, por otra parte, a un impulso irrefrenable, tanto en lo público como en lo privado, de cambiarlo todo; lo bueno como lo malo. La electrónica acelera así el curso real de los acontecimientos a la par que nos mete en los nervios el deseo de que éstos vayan aún más deprisa.

La simulación es otro de los grandes productos de la electrónica. Vivimos en la era de la simulación. Simulamos con la “play” la conducción de vehículos. Simulamos con la “wi” que jugamos al golf y al tenis. Hasta simulamos con las redes sociales la siempre azarosa tarea de ligar. Me pregunto a qué viene esta manía por la simulación cuando la realidad está ahí fuera esperándonos. Quizás sea el hastío de este mundo lo que nos lleve a inventarnos otro. Quizás que la realidad virtual nos ofrece un paracaídas para evitar las malas pasadas de un accidente, una lesión o la vergüenza de una negativa “face to face”. Al fin y al cabo una mala carrera se olvida en lo que se tarda en iniciar una nueva partida y una negativa a través de la pantalla del ordenador no nos hará enrojecer. Sea como fuere se da la paradoja de que la copia vela lo copiado, el sucedáneo gana la partida a lo auténtico, lo virtual fascina más que lo real y amenaza con suplantarlo.

Es este peligro de suplantar la riqueza y diversidad de la realidad por el empobrecedor uso de los simuladores lo que pone a las pizarras electrónicas y a los ordenadores que se usan en las aulas en una encrucijada. Sería una gran pérdida para el alumnado que el uso de simuladores sustituyera a las prácticas de campo y laboratorio. Guardo un vívido recuerdo de todas las prácticas que me deparó mi vida estudiantil, cuando abandonábamos los manidos libros y, como abanderados de la fenomenología, íbamos al encuentro directo con las cosas mismas. El contacto cara a cara con el objeto de estudio es insustituible. Recuerdo, con una sensación mezcla de fascinación y escalofrío, un manto de hojarasca de un bosque otoñal cuajado de opiliones. El movimiento oscilante de sus diminutos cuerpos globulares, apenas sostenidos por finísimas patas casi invisibles, arrojaba la ilusión de millares de canicas flotando en el aire como por arte de un ilusionista. Cómo olvidar la primera vez que acerqué la nariz a una “Putoria calabrica”, que no es una golfa de Calabria sino una planta arbustiva de olor fétido hasta lo insoportable. Siempre hay algo de imprevisible en el contacto directo con las cosas. En un simulador todo está estipulado de antemano y lo extraordinario no tiene cabida. El terreno de juego de aquella proposición de fe científica que lanzó Heráclito y aún nos alienta, “quien no espera lo imposible jamás lo encontrará” está muy lejos de los simuladores y de los manuales.

Gris es en definitiva todo pensamiento, gris es también toda pantalla –aunque sea a color y de alta definición- enfrentada con la fuerza elemental y ciega de la materialidad física. Ella, como Apolo, también nos hiere. No con dardos ni flechas, sino con la exuberancia insondable de la presencia pura.

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