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Halcón de Atardeceres

14.12.09 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna

Melanie Kingston era algo más que una mujer suntuosa y elegante, era simplemente grandiosa en toda su imagen y resplandor. Su metro ochenta enlazaba perfectamente con unos labios carnosos que cada vez que se movían invadían los celos de los infieles que se acercaban a ella. Ojos rasgados, pasión en la voz y un sinuoso cuerpo que empequeñecía la silueta de una catarata. No tengo la suerte de conocerla, sólo de oídas y de alguna que otra foto que Robert Moon me había facilitado en alguna ocasión para alegrarme el día.

Ella regentaba la mayor cadena del placer de todo el país, mientras ejercía de madre ejemplar con sus cuatro hijos, el mayor rondaba los doce años. Melanie tenía todos los condicionantes para ser entrevistada en las profundidades de la ciudad, en el espacio oscuro que iluminaba en muchas ocasiones mi vida, ella tenía que ser sin tregua ni perdón, visitante ilustre de Epopeya.

En dos semanas conseguí quedar con ella en su casa de la Avenida Marlon Brandon, vivía en una urbanización dónde cada calle llevaba el nombre de algún reputado actor o actriz ya fallecidos y mitificados. Durante esa primera cita heló mi aliento y mi voz durante segundos, se me hizo gigante, sus dos besos y su sumo interés personal no cuadraban con su aspecto. No quise pasar, sólo una mirada se cruzó, giró, vio y me envolvió como un halcón envuelve a su presa para después destrozarla.

Al tercer día, sonó en la redacción el teléfono y era Kingston, los chicos se reían mientras babeaban insistentemente sobre la mesa dónde cada crónica se hacía realidad. Quedamos esa misma noche a las dos en la puerta de la antigua estación de metro, ese hueco humano y frío que calentaba el alma y desnudaba la moral. Precisa, puntual, injustamente divina, vino sola y su sombra desplegaba las alas como ave rapaz que busca a su presa. Bajamos juntos y sólo me pidió como favor, que le diera la mano y la abrazara con los ojos mientras conseguía permanecer erguida de corazón adentro.

Así fue, ella temblaba porque nunca imaginó que alguien quisiera conocer su prostituida vida. Yo temblaba porque su sola imagen impactaba entre tanto hormigón azul y oscuridad luminosa que nos cobijo durante una hora, sólo una hora estelar dónde la única reina del baile fue ella. Sus primeras palabras fueron de alabanza y agradecimiento a Dios. Por su exquisita boca sólo salían refugiadas en si mismas, palabras como encuentro, satisfacción, tristeza, infidelidad, cosmos, dinero, mujer, amor y vicio. Ella decía que no se sentía íntegra con su responsabilidad, pero entendía que el camino quiso hacer volar su vida entre cortinas de humo, sexo y corazones hambrientos. –Dios me lo dio todo y a todas aquellas mujeres que libremente quisieron acompañarme las hice ángeles de la noche y el día, y presas fáciles del dinero, pero manteniendo el principio de dignidad-. No estaba casada en este momento, su marido la abandonó por hacer su nueva vida con Bill Conrad, un empresario que frecuentaba el Palacio de los Ángeles muy a menudo.

Melanie lo sabía y lo asumía, no consideraba culpable a su marido, más daño le hacía su nuevo look que su nueva pareja. No quiso hablar más, sus silencios sirvieron para escribir mis renglones más perfectos. Era fascinante, rondaba los cincuenta y nunca jamás había pisado una suite con alguien que no fuera su esposo. No quiso hacer del orgullo un arma de hierro, pero sus garras afiladas deshojaron mi boca mientras mis dientes mordían los labios tentadores pero imprecisos.

Al salir de Epopeya, Melanie sólo me dio un beso en la mejilla y pasó su mano delicada y simétricamente perfecta por mi hombro. Cuando lo publiques se lo envías a quién tu sabes. Sonreí, miré hacia los lados y le dije, -hoy he sido tu presa, mañana seré tu notario-. Kingston era una mujer enigmática, era un halcón de atardeceres, es un ave que sólo busca la paz.

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