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La razón de la sinrazón

09.11.09 SUSPENDO EL JUICIO - Escrito por: Eustasio Moreno Rueda

La razón viene estando de segundas y terceras rebajas hasta que se ha vuelto gratis. Si el logro de tener razón tradicionalmente ha consistido en la ardua tarea de interiorizar un cuerpo de conocimientos con una lógica interna y, por ende, adquirir la facultad de rechazar cualquier juicio chirriante con dicho orden, por la presente, la razón se reparte a cualquiera como si fuera un folletón de publicidad.

No hay que tener memoria de elefante para recordar un tiempo en el que las instituciones eran las depositarias y garantes de la racionalidad. Sus cuerpos doctrinales, formados durante siglos, cuando no milenios, aseguraban una dimensión normativa que trascendía la voluntad individual. Hoy es penoso comprobar cómo las instituciones han de doblegarse una y otra vez ante el ciudadano que estrena razón y ha aprendido pronto las grandísimas ventajas que atesora su nuevo regalo. Así, tiene razón el paciente frente al médico, el educando frente al educador y el hijo frente al padre. Tiene razón el cliente, con la prerrogativa de que no a veces, sino siempre, y por supuesto tiene razón el telespectador, que además es sabio, según se dice a todas horas en la caja tonta. Pilares básicos del estado de bienestar y del futuro de nuestro país tales como el sistema educativo, el sistema sanitario o el judicial padecen el asalto del ciudadano que, paradójicamente, encuentra en la Administración a su principal valedor.

Les pondré un ejemplo del que tuve conocimiento no hace mucho y cuya veracidad es indudable puesto que me fue comunicado por el médico protagonista: un paciente llega a un centro médico de un pueblo pidiendo una ambulancia para que lo trasladen a un hospital de la capital, situada a ochenta Km. El médico le diagnostica una subida de azúcar y recomienda al paciente que se tranquilice puesto que el centro dispone de los medios necesarios para tratar su problema. El paciente y su familia, perdiendo las maneras, insiste en que sea trasladado a la capital. El médico, muy consciente de su deber y echándole a la cosa más que valor, le dice que no puede poner a su disposición la única ambulancia con la que cuenta el centro para un caso que se puede subsanar allí mismo. Sin entrar en más detalles de lo que allí pasó les diré que el paciente puso una reclamación y que al poco tiempo el médico recibió un escrito del SAS en el que se le amonestaba y se daba la razón al paciente. Es decir, el capricho del usuario, según la administración, ha de prevalecer sobre una de las razones fundamentales del sistema sanitario: la “optimización de recursos”, que no sólo tiene implicaciones organizativas sino también y fundamentalmente éticas. Qué lástima que no podamos preguntarle a la Administración qué hubiera contestado al médico si, puestos en el caso más dramático, un paciente grave, por ejemplo un accidentado, hubiese muerto en el mismo centro por no disponer de una ambulancia que está siendo usada para un problema menor. En la misma línea, los casos en los que uno o unos pocos ciudadanos han puesto y ponen en serios apuros al sistema educativo o judicial son tan numerosos que huelgan los ejemplos.

¿Cómo hemos llegado a esto? Quizás hayamos de dar un salto al pasado para percatarnos de que estamos padeciendo un efecto pendular respecto a los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX, cuyas obras más acabadas fueron Auschwitz y el Gulag. Tras los excesos de la razón que anularon, cuando no mancillaron, las vidas de millones de personas en aras de los sistemas y sus lógicas blindadas, la propia idea de racionalidad quedó a la intemperie de la crítica, y la pregunta que se hizo la Escuela de Frankfurt, “¿cabe seguir pensando después de Auschwitz?” se tornó decisiva. La respuesta predominante a esta pregunta no ha sido otra sino la renuncia a la idea de organizar a las sociedades en torno a sistemas de racionalidad fuerte. Si la razón en manos de unos pocos ha dado lugar a tales aberraciones, lo mejor es que la mayoría decida lo que es o no razonable. La razón monolítica y univalente se quiebra en una galaxia de razones con las que se abre paso, a grandes zancadas, la postmodernidad. Postmodernidad e hiperdemocracia han sido un binomio cuya preocupación capital y obsesiva ha sido la de dar voz y voto no sólo a la mayoría, de una manera formal y abstracta, sino a todos los colectivos históricamente marginados o desatendidos así como al último de los ciudadanos. Este logro político, el único en el que verdaderamente se puede ventilar la auténtica libertad y la justicia, se ve empañado por la confusión que se opera en la creencia de que tener libertad de expresión conlleva “ipso facto” el tener razón de manera incondicional. Si Henry David Thoreau denunció la tiranía de la mayoría con latigazos como éste: “un hombre con más razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno”, hoy habremos de estar alerta ante la tiranía del individuo. Las palabras que Tennessee Williams puso en boca del vulgar Stanley, “todo hombre es un rey”, han tenido un cumplimiento que estremece los cimientos de las doctrinas del “vivere civile”, el “bien común” y de todo el aparato normativo en el que se sustentan. Todas las razones palidecen ante la luz del individuo soberano: las razones de Estado y las razones políticas, las razones de autoridad y las razones de prudencia, las razones de privacidad como las razones de la tradición, todas doblan la cerviz ante la noción de “individuo” y la obsesión de recompensarlo por los agravios de la historia.

Hasta que no se devuelva la razón a las instituciones va a ser difícil que se gobierne de otra manera que al vaivén de los sobresaltos del ciudadano, siempre bien amplificados por los medios de comunicación. Porque la razón que se le otorga al individuo no es más que la razón de la sinrazón, es decir, la razón de la pasión, que no es otra cosa que la voluntad compulsiva de saltar por encima de la razón para conseguir nuestro deseo: deseo de que el nene apruebe caiga lo que caiga (el nivel educativo, el principio de autoridad del maestro, etc), el deseo de que la justicia deje atrás todo garantismo y se convierta en una justicia ancestral que es aquella que se toma por mano propia, el deseo de que el sistema bancario renuncie a sus propias reglas y conceda crédito a toda costa, el deseo de fumar cuando quiera y donde quiera aunque perjudique a los fumadores pasivos, el deseo de que no se pongan límites al volante…

La publicidad, que se ha percatado pronto de la emergencia de este ciudadano mimado y refractario a toda norma, ha sabido regalarle bien el oído y ha explotado el filón hasta la saciedad. Su lema paradigmático pudiera ser el famoso “porque tú lo vales” de la conocida marca de cosméticos. No sabemos si lo vales o no, o por qué lo vales, pero se nos asegura que lo vales. Prácticamente toda la publicidad de hoy se puede interpretar en clave de este empeño por coronar las testa del espectador.

Pero guardémonos de hacer demasiado caso a la publicidad no sea que acabemos todos sentados en nuestro trono, cetro en mano, soberanos de la “república independiente” de nuestra casa y en estado de guerra permanente con las repúblicas independientes del vecindario. Quiera que no pasemos de este auge de las autonomías que tan ingobernable lo está volviendo todo.

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