|
Hornos de hielo
04.11.09 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Quedaban pocas velas que encender en la Iglesia de Saint Andrew, tras el atardecer de un día que sostenía sus últimas luces con el calor que desprendían los ciudadanos que aún navegaban por las calles de la ciudad. El último golpe al alma de hielo de George Gadner, fue la muerte de su encandilada hija Mary. En las puertas de la iglesia, sólo quedó Gadner, su mujer y un centenar de periodistas que esperaban la salida de uno de los magnates más importantes y avaros de la ciudad. Ni todo el dinero que había podido cosechar en las últimas décadas sirvió para curar la enfermedad de su hija que padecía una minusvalía cerebral a causa de un golpe que sufrió cinco años antes en una de las empresas de su padre.
Paradójicamente se golpeó en el cráneo con un lado de la caja fuerte que poseían en el despacho presidencial. Gadner nunca iba en coche por la ciudad, su relación social estaba exenta del bien y el mal. Es el propietario de una no, de la mayor mansión de toda la ciudad dónde nunca entraba el sol, ni la lluvia caía sobre ella, ni el aire que nos hace sentirnos humanos corría de un lado a otro de sus más de diez vestíbulos. No era real ese palacio artificial, ese bunker de la frialdad humana que albergó durante un lustro el cuerpo deshecho de Mary Gadner.
Los más prestigiosos neurocirujanos del mundo, las más insólitas demostraciones de ostentación económica para salvar el corazón de Mary no sirvieron para convertir a una flor seca en una azucena encarnada. Gadner había envejecido tanto que sus arrugas parecían estar tatuadas en su piel como si fuera nacido con ellas. Ríos de desolación corrían por la mansión mientras los rumores eran cada vez más pesimistas. Rumores que helaban la mirada de toda la familia, rumores de sus enemigos empresariales que veían sin piedad como se desmoronaba el imperio, rumores del corazón que no latía porque se había ido de vacaciones, rumores de un crack que había destrozado a toda una familia.
Gadner no era un ejemplo, al contrario, innumerables casos de enfrentamiento sindicales por reducción de derechos a los trabajadores, despidos de altos ejecutivos que sentaron su grueso trasero en los juzgados del estado mayor y una leyenda forjada sin remisión. Era un hombre grueso, con el pelo blanco, una altura que rozaba el olfato de alguien paciente y un talonario que se había fabricado él sólo cargado en las espaldas de miles de trabajadores. Una vida que se presumía perfecta, se truncó por ironías de la ella misma. El cofre del dinero arruinaba su identidad, su testamento, su futuro y el único amor humano que le quedaba. Su mujer, viviendo juntos, contaba a sus enemistades íntimas que estuvo todo un verano sin percibir el olor de su marido por las noches. Mary fue incinerada en el panteón particular de la familia Gadner. Sus paredes eran de hielo, un lugar inhóspito dónde el frío permitía sentir la realidad de una vida perdida. No se puede vivir eternamente de un placer cotidiano que nos hace invencibles por poseer un imperio de vanidades y una miseria de trapo. Gadner retiró su caja fuerte y la destruyó sin piedad con el dinero en su interior, mientras saboreaba un habano según cuenta su mayordomo después de unas cuántas copas sin saber a quién se le cuenta sus ilegales intimidades.
La vida siguió y en pocos meses el avaricioso de Gadner había cerrado más del cincuenta por ciento de sus industrias para construir con sus beneficios un monumento en su propia mansión que inauguró en la soledad de un día nuboso. El monumento llevaba por nombre Hornos de Hielo. Un homenaje póstumo al calor que un día dejó de irradiar el corazón sencillo y helado de su hija.
|
|
|
|
|
|