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LA MALVADA MARGARET SPENCER
24.10.09 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Los cimientos de su extravagancia temblaban cada vez que aquella rocambolesca socia política de Greta Brown hacía acto de presencia en algún que otro evento social de la ciudad, que sólo vivía de la limosna que le dejaba el viento y el calor que la lluvia dejaba entrever en los párpados de cualquier vagabundo solitario que salía del metro. El personaje elegido tras la cena de medianoche era Margaret Spencer, una aspirante a nada que supo encontrar en su condición de pasividad e indolencia el poder formar parte de las listas que Brown presentaba para seguir alimentando el fantasma de las redes corruptas que la mantenían en el cargo.
Es la sombra de Greta, la vigila a cada instante, sospecha de todos los que le llaman la atención, se persigue a si misma, adolece de pudor y es resbaladiza como una serpiente que se anuda a un árbol desnudo. Pero sobre todo tenía una imagen de “poli” de guardería que te hacía creer lo que nunca creería nadie que sucedería cuando realmente no sucederá ni a sucedido jamás. Margaret mandó misivas para que me relevaran en mi cargo de guardián cronista de las noches pasionales de la ciudad en el sub mundo particular de Epopeya, pero no lo consiguió porque mientras ordenaba parecía que cantaba nanas de despropósitos. Nadie le tributaba su confianza y de ahí su propia inseguridad. Aunque dónde realmente se podía comprender y observar su maquinación era en su segunda piel, esa que arrastraba mares y montañas, esa que desalojaba a pobres y ricos de su sillón en el teatro de la vida, esa que la hacía repugnante y nada apasionada. Margaret se bebía a media noche la sangre de todos los que durante el día la habían desubicado de sus principios extravagantes. Su contundente nariz, su pelo negro como el de los cuervos viejos, su físico absolutamente conmovedor, la convertían en una pieza indispensable del engranaje cuasi anecdótico de Greta Brown.
Una de sus últimas intervenciones y por la cual, protagonizó una portada en el periódico, fue a raíz de una donación a un colegio de niños y niñas huérfanos. En el acto de presentación al que acudió un becario llamado Stephen Morris, dejó claro que la donación que estaban haciendo procedía de un fondo social destinado a los más desfavorecidos. A las pocas horas de aquello, conocíamos que tras ese rostro engañoso y agradecido surgía un escándalo que sería triste y desolador llamarlo monumental. El dinero fue entregado a las doce de la mañana y retirado ese mismo día a las cinco de la tarde. Amenazó a las monjas que cuidaban el orfanato y les sugirió con su voz de nana infantil que no se les ocurriera denunciar porque sino tendrían que emigrar al tercer mundo para poder subsistir. Así se las gastaba la consumidora de sangre ajena. Una noche no muy lejana, la vi pasear rodeada de sus guardaespaldas por uno de los parques de Metropolitan. Me miró y me mostró sus dientes de vampiresa reprimida. La miré y mantuve el tipo hasta que mis glándulas salivales decidieron actuar. Me señaló con el dedo y lo esquivé encendiéndome un cigarrillo a dos metros de su realeza demonizada.
Aquel esperpento de mujer era como un huracán desvalido y sin fuerza para mantenerse. Sus padres, contaban sin ser incierto, se habían mudado de casa una veintena de veces para que no los encontrara. Margaret Spencer prometió encontrarse conmigo a solas para convertirme en una de sus presas. Su cita la decliné de inmediato para evitar cargar las plumas con tinta de plata. Vivía a costa de los inocentes contribuyentes y deshojaba margaritas para engañarnos a todos y a ella misma. Todos la llamaban Srta. Spencer, a mi me gustaba llamarla, La Malvada Margaret Spencer.
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