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El elixir sagrado de las mujeres
08.10.09 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
 Amarte sería casi negarme a mi mismo. Así rezaba uno de los últimos graffitis que vestían de dulzura y entretenimiento las toscas paredes de Epopeya. Un título muy sugerente si tenemos en cuenta el estado de ánimo de muchas personas que bailan vals de madrugada con la soledad y de vez en cuando endulzan sus labios con el olor amargo de la ginebra.
No había retorno, cada hora nos acercaba más al amanecer. Cutty, se dejó caer en mi hombro y dormía como una sirena que encuentra la playa para hacerse mayor. El silencio arbitraba el antes y el después de una velada que más que velada parecía un atardecer espeso intentando abrirse paso entre la niebla. Al salir, el humo del cigarrillo pintaba de olores mi rostro y mi delgada línea moral en esos instantes. Necesitaba el calor que surge de una piel oscura, bronceada por el bien y el mal de esta entrañable vida con la que debemos batirnos en duelo cada amanecer. La lluvia se resistía y las historias descansaban en la oscuridad de los cajones. Dónde nunca se encontraban los amores cercanos, allí sabía que podía encontrar a Sally, en el Dolls. Una cantante de soul que retrataba todos mis deseos en un solo ser perfecto y armonioso. Tuve ocasión de entrevistarla para la edición especial del Good y acabe tan borracho de su aliento que hasta los recuerdos se convirtieron en ráfagas de huracanes de la pasión que pudiera surgir entre hombre y mujer. Su elixir me hizo volver una vez más. Al entrar, me conquistó mientras lloraba interpretando a Ray. Me vio, la vi y rugieron volcanes en mi interior. Terminó la sesión cerca de las dos de la madrugada. En el Dolls, sólo quedaban los de siempre y cientos de cigarrillos mal apagados que iluminaban el suelo de los despropósitos. Me acerqué a ella y no recordaba ni el color de mi voz. Conversé unos minutos con Sally y pudimos tomar una copa, pero en un lugar más tranquilo. Llegamos al Reynolds Plaza, un hotel de cinco estrellas que esperaba siempre la visita de algún ilustre, pero que nunca conseguía sus propósitos, sería por el traje del botones que esa noche había decidido irse para no volver a volver jamás. Algún día hablaremos del Reynolds y de su peculiar historia.
Sally pidió vodka, yo un café cargado porque era incapaz de mantener su mirada frente a la mía. Igual que un barco que busca su deriva porque su esqueleto de naufragar en sueños varó en tierra. Intenté conquistarla, pero ella al igual que yo, se abrazaba cada noche a la soledad de una almohada que conocía la radiografía de nuestros años. Sally, sugería deseo en cada palabra, el color de su piel se mezclaba con una noche apacible pero intensa en sensaciones y encuentros. El sabor del café y el humo del cigarrillo de Sally que vacío en mi boca, sirvieron para convertir la soledad en un mundo invisible entre hombre y diosa. Cantaba soul mientras paseábamos por el silencio mientras el encanto de un abrazo nos dijo que había llegado la hora de estremecernos en cualquier habitación de su pequeña casa. Fotografías por todos sitios y ensayos de tristeza que la hacían una gran artista. Al sujetar su cintura y recorrer en tiempo de adagio su cuello, las escenas de los últimos días parecían cuentos para no dormir que nadie contaba a los mayores del lugar. Su elixir presagiaba que nuestra edad era la suficiente para dejar de pedirle a la luna un rincón para los corazones pintados en la pared y los mensajes de amor en botella.
Sally convirtió su cuerpo en una clave de sol escrita en el pentagrama de mis brazos y mi pecho. Sally cantó soul a mi oído mientras se acercaba más al encuentro con los placeres que el cuerpo nos brinda. Tras una noche dónde el sueño vaciló sin reservas y la dulzura se adueñó de unas sábanas blancas que se hicieron miel en cada movimiento, todo acabó antes del último beso. Sally me pidió que me fuera lo antes posible, necesitaba tiempo para viajar al oscuro espacio que su mente le reservaba en momentos de debilidad. Ella recogió mi ropa y con una lágrima ahondando en sus preciosos labios, se despidió de mí para coger el teléfono que la trasladaba a la realidad del Dolls.
Pasaron dos meses de aquel encuentro fortuito y afortunado, volví para escucharla y me dijeron que había dejado algo para mí en la barra. Era un frasco de perfume, de su elixir, el elixir sagrado de las mujeres, ese que no olvidas nunca, ese que te hizo amar y perder a la misma vez.
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