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La pérdida de dignidad de la Plaza de Toros de Cabra
13.08.09 - Escrito por: José M. Jiménez Migueles
24 de junio de 1857. Francisco Arjona, “Cuchares”, deleita con su arte al público congregado en la plaza. Un público fiel y entregado, que, desde un primer momento, supo asociar el color albero a las tardes de buena torería e identificó la nobleza, la dignidad y la heroicidad como una serie de valores con los que medir la historia de las grandes plazas de toros. Un debut histórico. La plaza de toros de Cabra, la primera de la provincia de Córdoba, la misma que 74 años después alumbrara a Manolete en lo que muchos aún llaman el “arte de Cuchares”. O el arte de torear.
La plaza de toros de Cabra. Para todo egabrense, la plaza tiene algo de especial. Para los más viejos, la plaza es recuerdo constante de grandes episodios taurinos, mientras que para los más jóvenes, la plaza transmite esa monumental mística que recorre todo imaginario cuando se enfrenta a grandes construcciones cerradas. Y es que, quién de mi generación no ha traspasado fronteras, reales o irreales, para adentrarse dentro de la plaza, para recorrer los pasillos de la Casa de Pallarés o para imaginar los salones del Antiguo Jardinito.
Sabe Dios que no soy gran aficionado a los toros. De hecho, puedo decir que me gustan aunque la verdad sea dicha, no entiendo muy bien el ritual de la corrida. Sí comprendo, no obstante, la inmensidad del arte que una gran faena puede transmitir a los sentidos. Arte puro, clásico, del de siempre, pero salpicado de notas conceptuales, efímeras y radicalmente expresivas, de ahí que llegue al alma una buena manoletina. Arte, pues, a raudales. Y valentía. Y honor. Y dignidad. Una lucha cuerpo a cuerpo donde la fuerza de un animal embiste al temple de un hombre. Donde el valor de un hombre se enfrenta a toda una embestida de la naturaleza. Toda una gloria para los sentidos, y para el intelecto.
Sin embargo, no comparto un aspecto: la charlotada. La risa infame. El desprecio a los valores taurinos. La ignorancia de lo que representa. La distorsión del arte, que deja de serlo para convertirse en crueldad gratuita. La perversión del negocio, llámenle. Y para esto ha quedado nuestra plaza. Una plaza que dentro de unos días verá cómo el albero de antaño sólo ha quedado para plataforma del pataleo cobarde de todo aquel que por 50 miserables euros destroce la dignidad de una profesión, de una afición y de una de las más grandes tradiciones que jamás haya visto parir este país.
Manuel Chaves Nogales, en la biografía que escribiera del gran Juan Belmonte allá por 1935, realizó un soberbio diálogo entre la Muerte y el Torero, donde, la primera, profetizaba:
Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros.
Y llevaba razón. Cabra lo demuestra.
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