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Tan negro como el papel
05.06.09 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Se avecinaba un verano que helaba los párpados y hacía hervir las palmas de las manos en tardes de viento y madrugadas de agua sobre la cabeza. Cada vez, eran más los inmigrantes africanos que entraban sin permisos al país y se buscaban el aliento con el desprecio de todos nosotros. Estaban los que dormían en las escaleras de Epopeya, los que vendían el arte pirateado con la única garantía de que aquello serviría para calmar al demonio del hambre. Otros simulaban estar en el más absoluto de los desamparos y rogaban a Dios y al dinero para que ese día en Saint Andrew las almas caritativas dejaran una propina en nombre del amor de Cristo.
Pasaban los días y cada vez era más la población africana que se acercaba a la ciudad en busca de un futuro desalentador pero con la esperanza colgada a las espaldas. Yo los veía pasar sin aire en sus pulmones mientras la policía los perseguía despiadada por los rincones de la miseria, en vez de meter en la cárcel a los delincuentes más corruptos de la urbe.
Mendigos de la humanidad y deshechos para algunos que pensaban que sólo hacían contraste con sus edificios grises y pulcros. En este momento, entra en escena Harvey Morrison. Un juez que se dedicaba a violar a la justicia por menos de un centavo. Morrison extorsionaba a aquellos inmigrantes africanos, los despellejaba, le urdía en los bolsillos, les anulaba el alma y los ponía a las puertas del mismísimo abismo de la locura. Este hombre miserable, viajaba cada día al lado oscuro de estos hijos de la esclavitud, que habían cosechado su vida para ser destruidos al otro lado del paraíso. Morrison los engañaba, les mentía, los introducía en un laberinto de espinas, los traicionaba, se la jugaba con ellos en cada esquina. Llevaba varios meses observando los métodos perversos de Harvey. En la puerta de la iglesia les clavaba su mirada azul y gris en su piel negra y maloliente. Los hipnotizaba, se los vendía al mejor postor, se llevaba el dinero al prostíbulo más cercano a su casa y luego bailaba con su esposa el vals de la fama. Sobre esta trama y tragedia humana no podemos descartar al dueño del Motel Rolls. Un hombre de apariencia amable pero que apretaba su corazón para convertirse en un auténtico demoledor de almas. Allí los llevaba Morrison, antes les había dicho que vivirían de momento entre aquellas cuatro paredes, mientras terminaban su nueva casa y el trabajo del cual comerían el resto de sus días. Gordon Tévez, los subía al ático, los humillaba haciéndolos entrar por la puerta que utilizan los perros y después le cerraba el suministro de agua y les anulaba la luz. Tres noches cuentan los vecinos que los tenían allí encerrados. Sin luz, sin poder salir, con frío hasta en el pasaporte. A los niños se les escuchaba llorar y el padre los consolaba con una canción de raíces y ausencia de privilegios de las que enseñaban en los poblados.
Tras investigar aquel esperpento, necesitaba reflexionar y fumarme un cigarrillo, acompañado de mis viejos amigos de Epopeya. Cutty me esperaba, el blues que interpretó cuando llegué hizo que se derrumbaran todos mis cimientos morales. Les dije a todos que denunciaría a Morrison y también a Gordon Tévez, pero a través de una asociación de apoyo a los inmigrantes. Tan negro como el papel fueron sus vidas desde la concepción en el seno de la angustia y la necesidad de sus madres. Se confunden con nosotros pero viven para soportar en sus ojos tristes la humillación de los que vivimos en un primer mundo. Los inmigrantes son como tu y como yo. Vienen para vivir y nosotros los convertimos en enemigos. Se escapan de noche para viajar a través de las paredes oscuras de los edificios. Son luz, son de carne y hueso, son parte del paisanaje. A los pocos meses, Morrison y Tévez, tuvieron que devolver al fisco más de 1 millón de dólares que fue destinado a un centro de atención al inmigrante. Me amenazaron de muerte una vez más y yo soñé con encontrarme a solas con ella.
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