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Mi homenaje a Larra
26.05.09 PECADOS IBÉRICOS - Escrito por: José Manuel Valle Porras
Se ha cumplido este año el segundo centenario del nacimiento de Mariano José de Larra (1809-1837), periodista que fue una de las cumbres de nuestro romanticismo literario. Para mí, sin embargo, era casi un desconocido desde que lo saludé y crucé con él apenas dos palabras, allá por mis tiempos de estudiante de literatura española con la finada profesora Matilde Galera. Desde entonces no volví a tener noticias suyas, aunque tampoco lo busqué.
Yo soy, de hecho, una prueba viviente de que los centenarios, aniversarios y otras excusas similares para realizar actos, publicaciones o conferencias, en realidad funcionan. Debido al segundo centenario, mis amigos de la Asociación Naufragio y de la revista Saigón han decidido organizar una tertulia sobre la figura de Larra, que a lo que puedo prever tendrá lugar en agosto o septiembre, seguramente más bien en Lucena que en Cabra. El caso es que la literatura también se contagia con la amistad, y la palabra escrita con la hablada: al conversar con mis amigos saigonistas sobre el proyecto de tertulia y homenaje, a mí se me despertó el gusanillo –o la mala conciencia– y me movilicé para contactar de nuevo con Larra, a quien no veía desde hacía ya –dejadme pensar un momento–… cerca de 14 años.
Busqué en mi biblioteca y encontré uno de esos libros que uno compra porque sabe que su lectura es un disfrute y un aprendizaje garantizado, pero que no lee porque en ese momento –y en los años siguientes– prefiere leer otras cosas. Se trataba de una publicación de Artículos escogidos de Larra, en una de esas ediciones baratas que todos los años se pueden adquirir en el mercadillo del libro o en la feria de septiembre. Cogí mi libro y me lo llevé conmigo a Murcia –una de mis pequeñas penas es que mi biblioteca no vive donde vive su amante dueño–. No pasaron muchos días hasta que empecé a leerlo: primero la introducción del autor, luego algunos de sus primeros artículos –los de El Duende Satírico del Día, los de El Pobrecito Hablador– y por fin el resto, en los que firmaba como Fígaro. Para mí se abrió un mundo nuevo, el del universo intelectual y literario de Mariano José de Larra. Mi primera impresión al conocer por fin a este autor ha sido de admiración rendida ante sus artículos periodísticos, tanto por sus reflexiones como por su prosa. Esto es, realmente, lo único importante que diré en este artículo: que he descubierto un gran autor y que lo recomiendo a todos mis lectores.
Y me querrá preguntar usted, que me lee: «¿pues qué ha encontrado Valle de digno, de meritorio y recomendable en los artículos de Larra, en lo que en ellos dice y en cómo lo dice?» No será baladí esta pregunta, pues tendrá curiosidad por contrastar lo que usted encuentra en Larra con lo que yo he visto; o, caso de desconocer a este escritor, necesitará algún motivo sólido para dejar de leerme a mí y pasar a leer a Larra –ciertamente, para esto último creo que, recordando a Sabina, «nos sobran los motivos»–. Pues bien, lo que yo he descubierto es un hombre que maneja la lengua como mi abuelo manejaba la madera o como Joaquín Zejalbo las genealogías. Un autor de gran riqueza en su expresión, que expone una idea y la estira con su escritura, la analiza, pone múltiples e ingeniosos ejemplos, le saca las más variadas consecuencias y te mantiene en tensión hasta el final. Es, en consecuencia, una grandeza formal que en él va necesaria e inseparablemente unida a su ingenio intelectual. Sus artículos vienen a menudo pertrechados de una buena dosis de reflexión teórica: muchos de ellos suelen tener una primera parte a modo de exposición de una tesis, sea la vida como algo negativo pero que todos desean, sea su concepción de la sociedad como «un cambio mutuo de perjuicios recíprocos», etc., seguida de una segunda parte en la que la teoría inicial se demuestra o ejemplifica con algún episodio cotidiano, como el modo de vida anodino y vacío de un joven madrileño de buena familia o el desengaño que el primo de Larra tiene de la llamada vida social. Estos artículos brillan, además, por un humor satírico que no ha perdido su atractivo en la actualidad. Desde el «vuelva usted mañana» hasta el todo va mal «por ahora», su ironía deleita al lector, lo hará reír y desternillarse, aunque tras su humor –que por momentos nos recuerda al de Julio Camba, aunque el de este último solía ser mucho más mundano– se encuentra generalmente un sentir trágico –a la manera de las películas de Woody Allen–; más exactamente: un profundo dolor por España, el mismo dolor que, en buena parte, lo llevó al suicidio sin haber alcanzado aún los 28 años.
No les canso más. Después de haber leído la buena prosa de Larra, uno puede llegar a preguntarse si volver a escribir un precario artículo en La Opinión, justamente con motivo de su centenario, es una forma irónica de hacerle un homenaje. Por ello, y por si mi artículo no ha sido suficiente para despertarles el gusanillo –o la mala conciencia– para conocer a este español ilustre, les propongo que estén atentos a las actividades culturales de Lucena y Cabra y, sea en agosto o en septiembre, acudan a la tertulia sobre Larra que mis amigos de la Asociación Naufragio y de la revista Saigón están preparando. Ese será nuestro homenaje colectivo y público a Larra. El otro, el personal e íntimo, es mucho más simple: vayan a la Biblioteca Municipal y pregunten por él.
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