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La cabina de las lágrimas
19.04.09 EPOPEYA - Escrito por: Eduardo Luna
Fue interesante la historia que protagonizaron hombres y mujeres en la cabina más misteriosa de la Avenida de San Peter, en plena plaza central de la zona de negocios y negociadores más concurrida de la ciudad. Allí de vez en cuando, se veían hombres y mujeres contando historias anónimas mientras sus lágrimas servían de alivio al calor del asfalto. En los segundos que duraba un café, veías como se acercaban algunas personas, con un nivel económico por debajo del umbral y antes de comenzar su conversación con el desengaño, el desamor, la tristeza o la locura incontenida sonreían y luego lloraban.
Lo estuve observando durante días, yo diría que durante semanas, el número de personas que utilizaban la cabina para lanzar voz telefónica a no sabemos dónde. En algunos casos, las discusiones se escuchaban en toda la plaza e incluso escandalizaban a los que sin prisas dejaban descansar allí sus vidas y sus anhelos. Al propietario del bar de enfrente, Howard, un ex – marine con voz de ultratumba y marcado de tatuajes relacionados con la bandera de su país, le pregunté porque sucedía aquello y porque elegían este lugar para llorar y gritar mientras hablaban por teléfono con alguien que para nosotros en ese momento era invisible. Howard, no contestó, sólo me sugirió que visitara más su local y que dejara los problemas de la gente en manos de Dios. Al irme a casa esa noche, se hizo más acentuada la idea de saber o intentar investigar algo más sobre el extraño comportamiento que las personas sufrían en esa cabina, tan deteriorada como las personas que la utilizaban. Pasaron dos semanas y volví a la Avenida de San Peter, desde primera hora de la mañana comencé a reconocer personas. Un hombre mayor, de unos 70 años, discutía y lloraba con alguien pero sólo le pedía que no colgara porque algún día dejaría de llamarla. Una chica africana, hablaba en voz alta y sólo decía, entrégame a mi hijo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez hasta que colgó por falta de crédito y comenzó a pedir monedas a los que en ese momento estábamos en los bancos de enfrente. Un mujer que rondaría los 50 años pero aparentaba 80, no dejaba de llorar mientras cogía con fuerza el teléfono y finalizó su supuesta conversación con un, no te llevarás mi dinero. El caso más extraño de aquella mañana gris de abril, fue el de una joven de unos 15 años que estuvo al teléfono más media hora y sólo lloraba sin hablar como si alguien le estuviera dando órdenes, mientras asentía con la cabeza. A los cinco minutos, un ford deportivo la recogía al lado de la cabina. La chica entró sin lágrimas para seguir llorando, el conductor me miró y alzó su dedo corazón para que supiera que esa chica tenía un fin de cama y vicio. Un caso que me atormentaba cada noche, una cabina elegida para ser refugio de historias reales y crudas, un interlocutor anónimo en cada caso, una lágrima que sobrecoge en cada situación que vivimos ese día. La cabina de las lágrimas es como la vida misma, unos lloran otros ríen, unos caen, otros se levantan, un espacio para la reflexión, un saber entender y valorar nuestra propia existencia.
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