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«La muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella»

02.11.25 - Escrito por: Antonio Jesús Moreno Campos

Esta frase del arzobispo François de Salignac de la Mothe-Fénelon (1651-1715), sirve como introducción de esta reflexión que compartimos en la Conmemoración de los Difuntos.

El pensador Fénelon abordó la muerte principalmente a través de su obra espiritual y sus escritos pastorales, centrándose en la preparación para el fin de la vida desde una perspectiva cristiana Sus escritos espirituales fueron muy influyentes para las generaciones posteriores, tanto en la vida religiosa como en la reflexión sobre la muerte y la trascendencia.

En ocasión de diagnosticar una enfermedad grave, o de indicar un procedimiento a un paciente, éste o sus familiares suelen interrogarnos sobre los riesgos. En esta pregunta parece quedar implícita la duda sobre la ocurrencia de efectos o complicaciones generadas por la patología o la intervención; sin embargo, en general, no es posible discernir si el interlocutor también considera a la muerte entre estas posibilidades. Es raro que un paciente pregunte directamente si puede llegar a morir de su enfermedad.

De la misma forma, todos los médicos asistimos frecuentemente a la situación en la que la muerte admisible de un enfermo terminal o de edad avanzada despierta un dramatismo exagerado e incomprensible entre los familiares, capaz de llevarlos al enfado y al litigio contra el sistema médico. La tenacidad con la que no se reconoce ni se acepta la muerte se presenta anacrónica en nuestra era empapada de ciencia y de razón. Hace ya casi 50 años que el sociólogo inglés Geoffrey Gorer señaló cómo la muerte se ha convertido en tabú y reemplazado al sexo como símbolo de censura. Antiguamente se les decía a los niños que nacían de un repollo, pero asistían a la escena del adiós a la cabecera de un familiar moribundo.

En la actualidad, los niños son iniciados desde pequeños en la fisiología del amor y la anticoncepción, pero jamás podrán ver cómo su abuelo deja este mundo. Parece ser que técnicamente admitimos la posibilidad de morir cuando padecemos una enfermedad, pero en el fondo solemos sentirnos inmortales. Sin duda, la medicina también aporta sus motivaciones para creer que no vamos a morir, o que por lo menos no existirán más muertes prematuras. La idea que nos hacemos de este buen porvenir parece estar autorizada por los trasplantes de órganos, la terapia génica y celular, la clonación o las terapias rejuvenecedoras.

A través de algunos relatos de la historia nos percatamos de que morir en Occidente nunca fue fácil.

El cambio más importante que ocurre a partir del siglo XIX con respecto a la muerte es que el moribundo es privado de su derecho a saber que va a morir. Se lo pone bajo tutela como a un menor o alguien que hubiese perdido la razón. Hasta el final, su entorno le oculta la verdad y dispone de él. Todo ocurre como si nadie supiera que alguien va a morir, ni los familiares ni los médicos. En La muerte de Iván Ilich, León Tolstoi retrató, ya avanzado el siglo XIX, cómo la sociedad rusa escondía y disimulaba la enfermedad que llevaría a la muerte al protagonista del cuento. Un siglo después, la feminista Simone de Beauvoir relató la muerte de su madre en la novela Una muerte muy dulce. Aquí se encuentra ya una enferma hospitalizada, alejada del entorno familiar, con visitas esporádicas y programadas, y con la muerte ocurriendo cuando ya casi nadie está atento a ese desenlace. Así, la muerte comienza en apariencia a perder interés, o a ser prohibida para los sobrevivientes. Hablar de ella y de sus desgarramientos pasa a ser vergonzoso; el duelo se realiza en silencio en forma oculta; frío e indiferente a los ojos de los demás; con la misma indiferencia por la muerte de su madre que fue motivo de condena para El extranjero de Albert Camus.

Ya en pleno siglo XX, la interdicción de la muerte es aceptada sin reservas, a punto tal que se difunde la cremación como método de quitar definitivamente todo rastro de ella, para eliminar a nuestros muertos con discreción. Pareciera que esta prohibición es la reacción lógica a la imposibilidad que tiene nuestra cultura basada en la tecnología de recuperar la confianza ingenua en el destino que durante siglos manifestaron al morir nuestros ancestros.

Durante nuestra vida ocupamos un tiempo, el tiempo que ella dura, y un espacio, el espacio físico que llena y en el que se desarrolla. Para las leyes físicas del universo de las cuales no escapamos, el espacio y el tiempo constituyen variables inseparables y que representan diferentes dimensiones de un mismo fenómeno. Ahora bien, cuando hablamos de nuestra vida, cuál es el espacio y cuál el tiempo que nos interesa como individuos? En especial ese espacio que ocupamos durante nuestra vida y el tiempo que individualmente sentimos pasar. Como dimensiones físicas inseparables, el espacio-tiempo para una persona tiene una frontera de inicio en el momento de su nacimiento y un final en el instante de su muerte. La eternidad restante antes de nuestra vida y después de ella no tiene representación en nuestro ser-consciente; por lo tanto, no existe en nuestro espacio-tiempo. El mismo gran filósofo Miguel de Unamuno resumió esta idea con las siguientes palabras: «Apartando tu mirada de la venidera muerte y de la nada que mereces y temes, vuélvela hacia atrás y considera tu pasada nada, antes de que nacieras». No seríamos entonces conscientes de nuestra muerte, como no fuimos conscientes de nuestro nacimiento. No recordamos ni el principio ni el final. No existe en nuestra consciencia el conocimiento de lo que sucedió antes de nuestro espacio-tiempo, ni de lo que sucederá después. Es justamente esa sensación personal del tiempo uno de los argumentos que explica ese desconocimiento del principio y del fin. Para nuestro ser, todo el tiempo por delante y por detrás de su existencia no tiene importancia, pues nadie puede sentir el tiempo que no ha pasado, el que no le pertenece, ni puede percibir el espacio que no ocupó.

Concluyo estas reflexiones con una frase de Antonio Machado: «La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos»

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