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Formas sin fondo

30.09.15 - Escrito por: Javier Vilaplana Ruiz

Hablemos de la forma.
La ley no sería, ni más ni menos, que una norma general (y abstracta) dictada por aquel órgano al que se le ha asignado el poder legislativo.
La ley no sería, ni más ni menos, que una de las diversas (junto con la costumbre, la jurisprudencia, los principios generales) fuentes del Derecho con que contamos en nuestro ordenamiento jurídico.

Hablemos del fondo.

El juez británico Thomas Bigham afirmó que la ley debe permitir una adecuada protección de los Derechos Fundamentales. Sin embargo, la experiencia nos enseña que las normas jurídicas (no pocas veces más forma que fondo) no necesariamente van de la mano de lo que se nos antoja como justicia.

En ANTÍGONA, de Sófocles, la heroína trágica se pregunta descarnada si ¿acaso los decretos de un mortal pueden obligar a transgredir las leyes no escritas e inmutables de los dioses?

Como nos recuerda el escritor Pedro Olalla en su bellísima y poética GRECIA EN EL AIRE, el conflicto existente entre la ley y la justicia pone a la democracia ante uno de sus retos más ennoblecedores, a saber, la aceptación de que el estado de derecho no se agota por la formulación (aspecto formal) y obediencia a las propias leyes, sino que contemplaría también la posibilidad de cuestionarlas (o modificarlas o derogarlas) para tratar de acercarlas al interés común y a los principios éticos que son fundamento del propio gobierno del pueblo por el pueblo.

En la Grecia clásica se distinguía entre el adjetivo dikaios (el que aplica la ley estrictamente) y el epíteto epiekeia (el que supera la rigurosa justicia mediante la piedad, la clemencia o la compasión). A este último valor que trasciende la mera letra de la norma parece referirse Antígona cuando alude a la "ley no escrita de los dioses", que no debe quedar enterrada por el peso de los códigos escritos por los hombres.

Pero eso era en la Grecia antigua, aquélla que queda ahora relegada y olvidada por los más pragmáticos nuevos planes de estudio.

Hoy, que el fondo queda vacío por la forma, asistimos a continuos cambios legislativos apresurados, irreflexivos, asistemáticos, tendenciosos o literalmente plagados de errores manifiestos. Paradójicamente, también contemplamos perplejos cómo leyes desfasadas, inútiles o simplemente injustas permanecen sólidamente inalteradas.

En no pocas ocasiones una reforma legal trata de esconder interesadamente el evidente nombre y apellido (o el CIF) de una persona (física o jurídica) determinada. Otras tantas veces se dictan normas que nacen con anticipada fecha de caducidad, y ello por la promesa de derogación anunciada por la inmensa minoría parlamentaria que compone la ensordecida oposición. En otros supuestos, sin más, asistimos al dictado de normas que afrentan los más elementales principios constitucionales o que desoyen y contrarían los valores reconocidos por los Derechos Fundamentales.

La instrumentalización del derecho (ya sea por una exagerada actividad legislativa, ya sea por permitir la petrificación de las normas) supone un pesado lastre para la buena marcha de cualquier sociedad que se declare democrática.

En consecuencia, en una legislatura en la que la (formal) división de poderes se difumina notablemente por la mayoría absoluta del partido en el Gobierno (cuya posibilidad y facilidad para la modificación, derogación o promulgación de cualquier norma resulta innegable) escudarse en el literal de cualquier ley para eludir el debate político resulta inaceptable.

Pretender (por quien tiene en su mano el cambio de cualquier norma) que la mutable realidad quede congelada por el inmovilismo legal no es sino una trágica renuncia al juego democrático que pasa por, constantemente, acordar reglas útiles para alcanzar nuevos acuerdos que nos puedan ser servir para tratar de convivir dentro del espacio común que compartimos tantas personas diferentes.


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