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Evocando a Ricardo Molina, Premio Juan Valera 1947
19.07.17 - Escrito por: Antonio Suárez Cabello
He tenido el privilegio de evocar la figura de Ricardo Molina, Premio Juan Valera 1947, en el tradicional acto de homenaje que en la festividad de San Juan se rinde al insigne escritor egabrense D. Juan Valera ante su monumento, ubicado en el Parque Alcántara Romero. Este 2017 Ricardo Molina ha sido declarado por el Centro Andaluz de las Letras Autor del Año, a título póstumo, al cumplirse el centenario de su nacimiento.
Ricardo Molina Tenor nace en Puente Genil en 1917 y fallece en 1968, a los 51 años de edad, en Córdoba. Con ocho años se traslada a la capital cordobesa en la que desarrolla su vida, dedicándose a la enseñanza, a la creación literaria y a la indagación en los cantes flamencos. En 1947, junto con Juan Bernier, Pablo García Baena y otros, funda la revista Cántico, que marcaría un hito en la poesía española, convirtiéndose, dada su gran personalidad, en alma de aquel grupo. Ese mismo año gana el Premio Juan Valera.
La declaración de Autor del Año por el Centro Andaluz de las Letras y el haber conseguido el galardón del Premio Valera hace 70 años, ha sido el motivo perfecto para que la Delegación Municipal de Cultura, de la que es responsable el concejal José Luis Arrabal, haya tenido a bien el que trazáramos, de forma breve, un pequeño esbozo del poeta y de aquel galardón. El premio fue convocado por el Ayuntamiento de Cabra sobre el tema: "Colección de diez sonetos semblanzas de personajes de la obra de Valera", con una dotación de 1.500 pesetas.
La reseña del fallo la recogíamos de la prensa local, La Opinión, con el siguiente texto: "La Real Academia de Córdoba propuso a los académicos señorita Luisa Revuelta, catedrático de Literatura; don Pascual Santacruz, abogado y publicista y don José de la Torre, bibliotecario, para discernir el premio Juan Valera 1947". De las ocho colecciones presentadas, el jurado consideró de mérito superior a las sietes restantes, "por su forma e inspiración poética", la que ostentaba el lema "Alexis", del que resultó su autor Ricardo Molina Tenor, "licenciado en Filosofía y Letras e inspirado poeta cordobés".
De los diez sonetos semblanzas de personajes de la obra de Valera, di lectura a cuatro de ellos, haciendo un pequeño comentario personal para contextualizar los versos que fueron recogidos en las páginas de El Popular. No faltan en el repertorio, por supuesto, ni Pepita Jiménez ni Don Luis de Vargas: El conflicto entre el amor y la religión magnificado en el solsticio de verano, en la eterna noche del amor, la noche de San Juan. Don Luis de Vargas exponía que la imagen de Pepita se levantaba en el fondo de su espíritu vencedora de todo.
Pepita Jiménez
Bajo la seda de su negra toca
su primavera estalla en tiernas flores
y como flores brotan los amores
al Sol de la sonrisa de su boca.
De su mirada el fuego dulce troca
el yelo en chispa, incendio, luz, fulgores.
Amor todas sus gracias y esplendores
en su presencia mágica convoca.
Así Pepita en la ciudad pequeña,
reino de su hermosura deslumbrante,
es como una deidad bella y risueña
que disipa las penas más amargas
y a cuyos pies su corazón amante
le sacrifica Don Luis de Vargas.
El seminarista, en una de sus cartas, explicaba a su tío, el señor Deán de la catedral, que Pepita lo miraba, a veces, con una "ardiente mirada": "Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta; como los de Amón cuando se fijaban en Tamar; como los del príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.
Don Luis de Vargas
Mientras la tarde engasta sus diamantes
del ocaso en la plata misteriosa
va escribiendo con mano temblorosa
Don Luis sus sueños inquietantes.
Al escuchar las fuentes suspirantes
y la profunda queja melodiosa
con que su amor confían a la rosa
los ruiseñores tiernos como amantes,
Don Luis, olvidando sus latines,
a la dulzura entrégase infinita
que desprenden los lánguidos jardines
y su amoroso corazón palpita,
como en el viento tiemblan los jazmines,
de un solo nombre al hábito: ¡Pepita!
Señalan los críticos que la novela "Las ilusiones del doctor Faustino" se erige a medio camino de la fantasía y del desencanto, siendo relacionada con el Fausto de Goethe, pues el protagonista de la novela de Valera es, según palabras de su creador, un doctor Fausto en pequeño, sin magia ya, sin diablo y sin poderes sobrenaturales. El doctor Faustino tiene mucho de Valera, aunque Valera no se hacía ya ilusiones cuando imprimió la novela, se las hizo cuando fue joven.
El Doctor Faustino
Villabermeja sueña y se desmaya
bajo la ardiente luz del sol divino
en tanto el caballero bermejino
sube meditabundo a la Atalaya.
Y allá en la cumbre descifrar ensaya
la clave de su trágico destino,
o bien a su ilusión nuevo camino,
nuevo horizonte inventa y nueva playa.
Grave, cansado, soñador ocioso,
siempre la mente de misterios llena.
Inquieto siempre tras el vano acoso
de la ilusión fatal que le envenena,
hermano es lamentable y silencioso
de Fausto y Don Enrique de Villena.
Enrique de Villena, escritor del siglo XV, es citado por Valera en su obra narrativa y en sus ensayos literarios.
Morsamor, protagonista de la última novela de don Juan, es un trovador que, desengañado del mundo, entra en un convento franciscano de Sevilla con el nombre de Fray Miguel de Zuheros. Allí, tampoco encuentra la paz, y deseando contribuir a las heroicas empresas que en esos momentos están llevando a cabo los españoles, estamos en el siglo XVI, otro fraile del convento, cultivador de las ciencias ocultas, mediante un conjuro mágico le devuelve la juventud. Los dos se embarcan para Oriente viviendo episodios bélicos, eróticos, filosóficos...
El hermano lego que le acompaña, Tiburcio de Simahonda, es en realidad una reencarnación de un demonio. Al final, desengañado, vendrá a morir en su convento.
Morsamor
En la escéptica paz de su convento
fray Miguel de Zuheros desespera
añorando una vida aventurera
en un mundo glorioso y turbulento.
Joven, galán, magnífico, violento,
cruza el mar con su nave, (la Quimera)
convertido en el héroe que fingiera
su pasión, su soberbia, su ardimiento.
Las mujeres, los príncipes, la fama
se rinden a la fuerza de su empeño
pero es tan puro el fuego que le inflama
que el mundo le parece ya pequeño
y al despertarle al fin su propia llama
todo se desvanece como un sueño.
De aquella visita que realizó Ricardo Molina a Cabra para recoger el premio, existe un documento gráfico excepcional: el premiado junto a la Cruz del Atajadero. Una foto histórica que se reproduce en "Perfiles Egabrenses" y que podemos ver en la página web de Cabra en el Recuerdo. Ricardo Molina está agachado, en la peana de la cruz, con papeles en las manos, y tiene detrás, de pie, al joven pintor Rafael Álvarez Ortega (20 años), quien acompañó al poeta. También vemos a Juan Soca y a dos personas más.
Con esta entrañable foto fija del poeta pontanés, en la que se ve la Cruz del Atajadero en todo su antiguo esplendor, finalicé mi discurso, dando las gracias por haber intervenido en el acto.
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